Nuestro existir se traduce a través del devenir, del viaje que realizamos a lo largo de nuestra vida. Todos somos inevitablemente migrantes, extranjeros, extraños peregrinos, necesitados del reconocimiento, atención, cuidado, validación y hospitalidad de los otros. Como señala Higinio Marín (2008) en “El cuidado y la fundación de Europa”:
“Nuestra identidad está expresada en nuestras cicatrices, en el lugar donde hemos precisado y recibido el cuidado ajeno, su cura, perdón, consuelo o comprensión. Es cierto que las heridas son también las huellas del enfrentamiento de nuestro cuerpo y nuestra libertad con el mundo, son el rastro del viaje de la vida, de sus tormentas y peligros. Son, pues, el signo de los daños recibidos y por eso cuidar es algo así como la memoria del daño: el cuidado del otro mediante el que sobreviene el recuerdo de la común vulnerabilidad, de nuestra característica fragilidad pero también del poder de asistirnos, de curarnos” (p. 56) (En Anrubia, E. (2004). “La fragilidad de los hombres. La enfermedad, la filosofía y la muerte”)
(Imagen: Aldalla Al Omari, Vulnerabilidades, 2016)

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